viernes, 11 de marzo de 2011

Pesadilla

Cecilia solía tener sueños intensos: esa noche, había soñado que conocía a un simpático personaje en un kiosco frente a una playa. Por la tarde, iban juntos a caminar a la orilla del mar y durante el día barrenaban sobre olas turquesas que salpicaban su cara. Todo era claro, celeste y rubio. La ropa de los personajes siempre era blanca. La gente era amable y los días eran extensos y soleados.
Pero siempre había que despertar, y la realidad, desafortunadamente, era todavía más intensa que los sueños. La transpiración fría corría por su nuca y sus brazos, las paredes de su pequeño cuarto parecían achicarse todo el tiempo. Todo era gris, opaco, lúgubre. De pronto, sentía un calor intenso en su estómago: sabía que alguien iba a abrir la puerta, estaba segura y sin embargo, nada se movía... ni siquiera había ruidos.
A veces le costaba reconocer su habitación. Sentía que no estaba en el lugar correcto. Sentía que todo estaba mal y que se iba poniendo cada vez peor, como en las peliculas de terror. Pero el único indicio que tenía de todo esto, era su palpitar cada vez más veloz.
Cuando pensaba en Nicolás, en su liviandad y su ausencia, le daban ataques de ira. Se ahogaba entre tormentas que salían de sus ojos y no la dejaban respirar, el corazón le apretaba el pecho, sentía los brazos cansados, el cerebro trabajando más rápido que su cuerpo, la transpiración fría, los ojos cegados por el enojo.
El vacío en su alma era tan grande, que nada podía taparlo. Todo era enojo y falta de interés. Y en cuanto al resto del universo, nada sentía por nadie. O eso creía. El resto del mundo a Cecilia le resultaba indiferente. Tenía que terminar con la pena para terminar con esa sensación. Por lo tanto, debía destruir la cobardía, la ausencia, la inseguridad, los laberintos. En definitiva, debía destruir a Nicolás, aunque no tenía muy claro lo que esto significaba.

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